miércoles, 21 de diciembre de 2011

Crítica de "Midnight in Paris"


Dirección y guión: Woody Allen
Países: España y Usa
Año: 2011
Duración 94 min
Intérpretes: Owen Wilson, Marion Cotillard, Rachel McAdams...



La antología de Woody Allen


Allan Stewart Konigsberg, de cara al público Woody Allen, alcanza con Midnight in Paris el punto álgido de su prolífica carrera como cineasta, una trayectoria que, dado que produce una media de película por año, ha dado cabida a obras tan sorprendentes como Annie Hall o Manhattan y a otras tan inefablemente nefastas como Vicky, Cristina, Barcelona o Conocerás al hombre de tus sueños. Lo cierto es que ese sello identitario que tan buen resultado le ha dado al neoyorkino se hace aún más patente en esta última obra.

Desgranar el argumento sería usurpar al filme del sorprendente potencial que atesora. Por ello, y a fin de poder seguir sosteniendo esta profesión de crítico, cuyo fin último es instar al público a ver una película, no espigaremos la historia. Simplemente algún aspecto de su contenido a la luz de la filmografía alleniana.

Podemos hablar de cuatro aspectos generales que dominan la totalidad de la obra (en mayor o menor medida) de Woody Allen: la adoración a la cultura siendo la música un aspecto a tratar de manera especial y, por contraposición, el odio al artificioso pseudointelectual; el recurso humorístico en segundo lugar; y la fina frontera que delimita su mundo real del ficticio, lo que ha empujado a muchos críticos a tachar su obra de autobiográfica.

Empecemos por el primero. Su amor por la cultura alcanza el súmmum en Midnight in Paris. Esta querencia cultural deja de estar en boca de sus personajes a través de gags o monólogos “intelectualistas” para materializarse de manera tan soberbia que el espectador, sin quitar el mohín de congratulada sorpresa, no se vea desbancado de su asiento al no reconocer en la proyección al genio cinematográfico por el que ha pagado. Cabe decir que en esta especie de oda al arte en todas sus facetas sale más que bien parado nuestro país y sus artistas, y que al igual que se encomia el arte, se critica la pseudointelectualidad por la que tanta aversión ha manifestado el director en sus películas.

Pero además, la música siempre ha tenido en la vida y obra de Allen una presencia mayúscula. Desde su adolescencia empezó a deleitarse con las melodías del jazz, de tal manera que a los 15 años se decanta por el clarinete como instrumento favorito, aunque él mismo reconocerá no estar dotado de ningún don musical. No obstante, sus actuaciones junto a The New Orleans Jazz Band forman parte de este bagaje cultural del genio de Brooklyn. Este amor por el jazz está presente en su filmografía y en esta ocasión no iba a ser menos. El virtuosismo del francés Stephane Wembler  (por favor, ¡búsquenlo en YouTube!) a la guitarra o la presencia de la melodía de artistas como Sidney Bechet o Cole Porter, hacen obviar los comentarios.

El recurso humorístico hace gala igualmente en la obra en cuestión. Un humor inteligente que se ha gestado como marca indeleble del autor tanto en su obra como en su vida. Un artista que, como sabemos, empezó su carrera con sus “pinitos” como monologuista.

Por último, Allen se regodea jugando de nuevo con esa difusa frontera entre realidad y ficción que ya retratase en La Rosa Púrpura del Cairo. Quizá lo difuso de esta frontera se deba a la tendencia del cineasta, no ya a biografiarse en sus películas, pero sí a tomar aspectos personales, contextuales e incluso de su círculo personal cercano para plasmarlos en sus películas, casi siempre en clave satírica. “La diferencia entre realidad y fantasía aparece en mis películas con mucha frecuencia. Y creo que en realidad, al nivel más elemental, esto se reduce a que odio la realidad”, diría el propio director.


Quizá peque de reduccionista al atreverme a decir que un grandilocuente Owen Wilson es inoculado con el gen de su director. Pero el hecho real es que el vestuario utilizado (camisas en tonos ocres y chaquetas de pana), el carácter de su personaje (un intelectual nervioso y aparentemente pusilánime) y su profesión (guionista de Hollywood que ansía coronarse como literato) encaja bastante con la figura de Woody Allen. Sería sin embargo una deshonra asegurar, como algún crítico se ha atrevido, que esta, como otras tantas obras, son un simple reflejo de la personalidad de Allen, una transmutación autobiográfica de la realidad a la pantalla. Detrás de esto se esconde más arte del que se pueda imaginar. 

toñin Pineda